Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de este segundo domingo del Tiempo Ordinario (cf. Jn 1,35-42) presenta el encuentro de Jesús con sus primeros discípulos. La escena se desarrolla en el río Jordán, el día después del bautismo de Jesús. El mismo Juan Bautista señala al Mesías a dos de ellos con estas palabras: «¡He ahí el Cordero de Dios!» (v. 36). Y aquellos dos, fiándose del testimonio del Bautista, siguen a Jesús que se da cuenta y pregunta: «¿Qué buscáis?» y ellos le preguntan: «Maestro, ¿dónde vives?» (v. 38).
Jesús no contesta: “Vivo en Cafarnaún o en Nazaret”, sino que dice: «Venid y lo veréis» (v. 39). No es una tarjeta de visita, sino la invitación a un encuentro. Los dos lo siguen y se quedan con Él esa tarde. No es difícil imaginarlos sentados, haciéndole preguntas y sobre todo escuchándolo, sintiendo que sus corazones se encienden cada vez más mientras el Maestro habla. Advierten la belleza de palabras que responden a su esperanza cada vez más grande. Y de improviso descubren que, mientras empieza a atardecer, en ellos, en su corazón estalla la luz que sólo Dios puede dar. Algo que llama la atención: uno de ellos, sesenta años después, o quizás más, escribió en el Evangelio: «Eran más o menos las cuatro de la tarde» (Jn 1,39), escribió la hora. Y esto es algo que nos hace pensar: todo encuentro auténtico con Jesús permanece en la memoria viva, nunca se olvida. Se olvidan muchos encuentros, pero el verdadero encuentro con Jesús siempre permanece. Y ellos, tantos años después, se acordaban incluso de la hora, no podían olvidar este encuentro tan feliz, tan pleno, que había cambiado sus vidas.
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